De ARMANDO BARONA MESA
La primera sensación que infunde la pintura de María Esperanza
Londoño es la de un recogimiento sagrado y cósmico que se diluye en el
silencio. En su pintura abstracta ella expresa el llamado no solo del color y
la forma, sino la respuesta a los ecos de su propio yo, absorta espectadora de
la creación universal, que no termina de ocurrir en medio de la indiferencia.
La sensibilidad de esta pintora nos conduce a la recreación de aquellos colores
primitivos, capaces de darle existencia a un mundo, que ella capta con
formidable discurso, en medio del cual, como su testigo más fiel, va definiendo
la silueta del hombre confundido en la roca, el incendio, la fragua ígnea y el
delirio, que no se ajusta a un destello realista, sino al sempiterno juego de
luces y sombras que marcan su camino. Recuerda en la plástica lo que la música
comunica portentosamente la Sexta Sinfonía, Patética, de PiotrTchaicovski.
María Esperanza ha venido ganando su propia identidad con
fecundas horas de consagración y esfuerzo. Se diría que ha logrado ya el
prodigio de llevar al lienzo sus interioridades poco descriptibles, como que en
cada forma le abre paso al libre vuelo de sus elucubraciones oníricas,
equilibradas con sabios contrastes y combinaciones audaces pero de una gran
expresión.
En su obra múltiple Barcarolas, para no citar sino una,
despliega un conjunto de barcas de proas puntiagudas y esbeltas, que se
recortan sin popa, es decir, que es preciso destacar que solo importa la
partida hacía lejanos y brumosos horizontes, al fondo de los cuales, entre el
incendio de todos los crepúsculos, descuella su silueta, al vuelo, un ave
misteriosa que todo lo llena, y que no puede ser sino la forma inexistente del
ideal, que es como un sueño eterno e inasible.
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